Resulta
que, al utilizar un idioma, el segundo está también activo, por lo que
el cerebro tiene que seleccionar entre uno y otro continuamente. Esto
produce beneficiosos efectos en la inteligencia
Autor: José Antonio Marina
El lenguaje es el fundamento de la educación, porque nuestra inteligencia es estructuralmente lingüística: pensamos con palabras,
transmitimos el conocimiento mediante palabras y organizamos nuestra
acción mediante ellas. El lenguaje nos sirve para comunicarnos, y por
eso es también el fundamento de nuestra vida social, pero, por si eso
fuera poco, nos sirve también para comunicarnos con nosotros mismos. ¿Se
han fijado en que continuamente nos estamos hablando, formulándonos
preguntas, planteándonos alternativas, haciendo planes? Ni siquiera
podemos conocer lo que pensamos o sabemos hasta que no lo hemos dicho.
¿Recuerdan cuando de niños pedíamos a alguien que nos tomara la lección
“para ver si me la sé”? Hasta que no lo expresamos no sabemos nada de
nosotros mismos. Como dijo E.M. Forster, el autor de Pasaje a la India: "¿Cómo voy a saber lo que pienso sobre algo si aún no lo he dicho?".
A
la vista de este panorama, es lógico que todo lo que tenga que ver con
el lenguaje sea fundamental para la educación. Hasta el aprendizaje de
las matemáticas necesita del lenguaje natural. Como decía una niña de
nueve años: “Estoy segura de que entendería las matemáticas si
comprendiera las palabras con que me las explican”... Pero en el pasado
siglo, el debate educativo se volvió confuso porque el lenguaje –genial
herramienta comunicativa– se convirtió en factor identitario.
Lo que era una función secundaria pasó a ser protagonista. La
herramienta se sacralizó. El lenguaje –maravillosa vía de comunicación–
se convirtió en acceso único para comprender el mundo. Excluyente, en
vez de comunicativo. José Luis Alvarez Emparanza,
'Txillardegi', uno de los primeros ideólogos de ETA, se apoyaba en estas
ideas para decir que el euskera era más que una herramienta de
comunicación, era un modo de ver el mundo, insustituible e irrepetible.
Algo así, decía Heidegger, que en su barullo
espiritista, místico, transcendental y nazi escribía cosas como “La
palabra es el acontecimiento de lo sagrado. Esta palabra aún no oída
está conservada en la lengua de los alemanes”. Y mucha gente se dejó
conmover por esta retórica. Era falso, porque la inteligencia humana,
que ha creado todas las lenguas, está por encima de ellas, de la misma
manera que la humanidad está por encima de las anecdóticas separaciones
nacionales, culturales o religiosas.
La inteligencia humana, que ha creado todas las lenguas, está por encima de ellas
Espero
que el nuevo siglo haya puesto las cosas en su sitio. El lenguaje es la
más prodigiosa invención del ser humano, y debemos valorarla,
protegerla, comprenderla y usarla. En un mundo globalizado, saber hablar
en varias lenguas va a ser un estupendo pasaporte para el futuro. Por eso, desde finales del siglo pasado, tanto la UNESCO como la Unión Europea han apostado por la enseñanza trilingüe, que puede tener dos modalidades: dos lenguas nacionales y una extranjera, o una lengua nacional y dos extranjeras.
Pero hoy quiero hablar de bilingüismo en sentido estricto. Es decir, de niños que crecen en un ambiente bilingüe y aprenden simultáneamente dos lenguas. Es una hazaña formidable. ¿Qué
supone este esfuerzo para su cerebro? En España, es un tema de gran
relevancia, porque una parte importante de su población vive en
comunidades bilingües. Es curioso ver cómo han cambiado las ideas sobre
este asunto. Hasta los años sesenta del siglo pasado, se suponía que los
sujetos bilingües presentaban una ejecución inferior en una diversidad
de pruebas intelectuales. Poco a poco empezó a imponerse la idea de que
no sólo no era un impedimento, sino que se asociaba a puntuaciones más elevadas en
tests de inteligencia, y correlaciones positivas entre rendimiento
académico y bilingüismo. La capacidad infantil para el aprendizaje
lingüístico es pasmosa. Los niños monolingües aprenden con lo que
llamamos “principio de exclusividad”: cada objeto tiene una palabra. El
perro se llama “perro”. Pero los niños bilingües desde muy temprano
aprenden que tienen, al menos, dos. El perro se llama “perro” y se llama
dog. Lo maravilloso es que el niño organiza cada palabra
dentro de un idioma, y de acuerdo a la situación utiliza uno u otro sin
mezclarlos.
La culminación de la inteligencia humana
¿Qué
supone esto para la inteligencia? ¿Tal sobrecarga es buena o mala? Pues,
en principio, es buena. Resulta que al utilizar un idioma, el segundo
está también activo, por lo que el cerebro tiene que estar seleccionando
entre uno y otro continuamente. Esto produce beneficiosos efectos en la
inteligencia, porque refuerza las “funciones ejecutivas”. Como este es
el tema que investigo desde mi cátedra en la Universidad Nebrija,
permítanme que se lo explique en dos líneas. Las funciones ejecutivas
son la culminación de la inteligencia humana, porque nos permiten
dirigir voluntariamente nuestro comportamiento. Activan la memoria de
trabajo, fijan la atención, eligen la respuesta, dirigen la acción hacia
metas lejanas; y todo esto resulta beneficiado por el bilingüismo, como
han mostrado Albert Costa y su equipo en la Universidad Pompeu Fabra.
Los pueblos tardaron mucho tiempo en admitir que las demás lenguas eran humanas
A mí me gustaría enfatizar otro aspecto, igualmente valioso. Hace ya muchos años, Goethe escribió: “Al aprender una lengua extraña, conocemos mejor la nuestra”. Es cierto. Usamos con tanta facilidad nuestra lengua materna que
no nos damos cuenta de su complejidad, de sus magníficas astucias, de
su inaudita eficacia y sutileza. Cuando tenemos que aprender la riqueza
de otro idioma, somos conscientes de la belleza del propio, oscurecida
por el uso. Esto va en contra de la sacralización de una lengua. Los
pueblos tardaron mucho tiempo en admitir que las demás lenguas eran
humanas. Los eslavos de Europa llaman a su vecino alemán nemec, los “mudos”. Los mayas del Yucatán llamaban a sus invasores toltecas nunoh, los “mudos”. Los aztecas llamaban a las gentes que estaban al sur de Veracruz nunoualca, los “mudos”, y “bárbaros” eran para los helenos los que “balbucían”, los que no sabían hablar el griego.
Saber
que las demás lenguas podían enseñarnos a comprender la propia fue un
gran triunfo, que podemos tomar como símbolo de otro de mayor
envergadura. Sólo conociendo otras culturas podemos evaluar la nuestra.
Encerrarse en una lengua o en una cultura produce una seguridad
ensoberbecida y torpe. Esto vale para las lenguas, las culturas, las
ideologías políticas, las religiones, las personas. Como dijo Antonio Machado: “En
mi soledad, he visto cosas muy claras, que no son verdad”. Todas las
culturas se han enfrentado a los mismos problemas, pero les han dado
distintas soluciones. Compararlas nos permite distinguir lo universal de lo local,
lo importante de lo secundario, lo acertado de lo brutal. Y esto es una
gran victoria de la inteligencia, que debemos promover desde las
escuelas.
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